sábado, 21 de febrero de 2015

Orgullo y prejuicio, de Jane Austen

Hacía tiempo que quería leer Orgullo y prejuicio para comprobar si, como sospechaba, era una novela cursi. Así que aproveché el regalo que me hicieron unos amigos y lo invertí en Jane Austen, en inglés, para probar suerte e intentar sentirme identificada con las mujeres de principios del siglo XIX, con sus vestidos y su educación, sus propuestas de matrimonio y sus reputaciones... la verdad es que no ha sido fácil porque las cosas han cambiado mucho, pero he conseguido sacarle al libro una enseñanza. 


Jane Austen publicó Orgullo y Prejuicio en 1813, aunque probablemente fue escrita unos años antes. Tuvo éxito, pero no hizo rica a su autora. Soltera, dependió durante años de sus hermanos, y murió joven, sin haber visto publicadas sus últimas obras. Sus libros suelen desarrollarse en el campo, y sus protagonistas son mujeres pertenecientes a la pequeña burguesía.

Retrato de Jane Austen (wikipedia)
„Es reconocida como verdad absoluta aquella que afirma que un hombre soltero dueño de una gran fortuna ha de sentir algún día la necesidad de casarse...“. Con esta frase comienza el libro de Austen, adelantando el tema alrededor del cual se desarrolla toda la trama. Bingley, un hombre rico y soltero, se muda a Netherfield, lo que despierta el interés de la señora Bennet, madre de cinco hijas a las que quiere casar bien. A Bingley le acompaña su gran amigo Darcy, altivo cuando se encuentra en sociedad y que no muestra gran interés en conocer a sus vecinos.

Jane y Lizzy son las hijas mayores de los Bennet, y las protagonistas de la obra. Jane es buena y educada, y Lizzy es despierta y tiene gran personalidad. El orgullo y los prejuicios hacen que Lizzy y Darcy desde el principio no se caigan bien, aunque Darcy admire su belleza, y les cuesta meses conocerse de verdad. Con el tiempo, se dan cuenta de que las apariencias engañan.

Jennifer Ehle y Colin Firth en Orgullo y Prejuicio (1995)
A mí personalmente, como dije al principio, me cuesta imaginarme un mundo en el que se pedían en matrimonio a las mujeres tras unas pocas conversaciones, donde el amor se medía en libras anuales, y donde la única forma de que una mujer prosperase era casándose bien. Lo que se decía (y lo que no), las apariencias, lo que los vecinos contaban, definía a las personas, y las relaciones se regían por unos estrictos códigos de conducta y de saber estar. Si alguien no sabía moverse en sociedad, estaba perdido, aunque fuera alguien encantador. Sin duda, esa vida no hubiera sido para mí, especialista en no encontrar las palabras adecuadas cuando hace falta y en pensar que siempre habrá otro día.

Pero como dije, a pesar de las dificultades, algo he sacado en claro. Y es que ahora (como antes), no podemos fiarnos de las primeras impresiones, ni juzgar a la primera a la gente que nos rodea. Hay demasiadas relaciones (de amistad o de lo que sea) que nunca llegan a nada, porque se dijo algo incorrecto, porque se habló antes de política que de familia, porque nos presentaron a alguien cuando no teníamos un buen día. Démonos todos una segunda oportunidad, porque los prejuicios pueden conseguir que dejemos escapar al amor de nuestra vida, confundiendo su orgullo con timidez.

Ratita de laboratorio




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