Hacía tiempo que quería
leer Orgullo y prejuicio para comprobar si, como sospechaba, era una
novela cursi. Así que aproveché el regalo que me hicieron unos
amigos y lo invertí en Jane Austen, en inglés, para probar suerte e
intentar sentirme identificada con las mujeres de principios del
siglo XIX, con sus vestidos y su educación, sus propuestas de
matrimonio y sus reputaciones... la verdad es que no ha sido fácil
porque las cosas han cambiado mucho, pero he conseguido sacarle al
libro una enseñanza.
Jane Austen publicó
Orgullo y Prejuicio en 1813, aunque probablemente fue escrita unos
años antes. Tuvo éxito, pero no hizo rica a su autora. Soltera,
dependió durante años de sus hermanos, y murió joven, sin haber
visto publicadas sus últimas obras. Sus libros suelen desarrollarse
en el campo, y sus protagonistas son mujeres pertenecientes a la
pequeña burguesía.
Retrato de Jane Austen (wikipedia) |
„Es reconocida como
verdad absoluta aquella que afirma que un hombre soltero dueño de
una gran fortuna ha de sentir algún día la necesidad de
casarse...“. Con esta frase comienza el libro de Austen,
adelantando el tema alrededor del cual se desarrolla toda la trama.
Bingley, un hombre rico y soltero, se muda a Netherfield, lo que
despierta el interés de la señora Bennet, madre de cinco hijas a
las que quiere casar bien. A Bingley le acompaña su gran amigo
Darcy, altivo cuando se encuentra en sociedad y que no muestra gran
interés en conocer a sus vecinos.
Jane y Lizzy son las
hijas mayores de los Bennet, y las protagonistas de la obra. Jane es
buena y educada, y Lizzy es despierta y tiene gran personalidad. El
orgullo y los prejuicios hacen que Lizzy y Darcy desde el principio
no se caigan bien, aunque Darcy admire su belleza, y les cuesta meses
conocerse de verdad. Con el tiempo, se dan cuenta de que las apariencias engañan.
Jennifer Ehle y Colin Firth en Orgullo y Prejuicio (1995) |
A mí personalmente, como
dije al principio, me cuesta imaginarme un mundo en el que se pedían
en matrimonio a las mujeres tras unas pocas conversaciones, donde el
amor se medía en libras anuales, y donde la única forma de que una
mujer prosperase era casándose bien. Lo que se decía (y lo que no),
las apariencias, lo que los vecinos contaban, definía a las
personas, y las relaciones se regían por unos estrictos códigos de
conducta y de saber estar. Si alguien no sabía moverse en sociedad,
estaba perdido, aunque fuera alguien encantador. Sin duda, esa vida
no hubiera sido para mí, especialista en no encontrar las palabras
adecuadas cuando hace falta y en pensar que siempre habrá otro día.
Pero como dije, a pesar
de las dificultades, algo he sacado en claro. Y es que ahora (como
antes), no podemos fiarnos de las primeras impresiones, ni juzgar a
la primera a la gente que nos rodea. Hay demasiadas relaciones (de
amistad o de lo que sea) que nunca llegan a nada, porque se dijo algo
incorrecto, porque se habló antes de política que de familia,
porque nos presentaron a alguien cuando no teníamos un buen día.
Démonos todos una segunda oportunidad, porque los prejuicios pueden
conseguir que dejemos escapar al amor de nuestra vida, confundiendo
su orgullo con timidez.
Ratita de laboratorio
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